Stewart Copeland, una leyenda más allá de The Police: “Es más sexy ser Bruce Springsteen que encarnar a Batman”

La madre de Stewart Copeland era arqueóloga y en una de sus visitas a Isfahan, en lo que hoy llamamos Irán, aprovechó para adquirir varias alfombras que durante años embellecieron los suelos de la casa familiar. El dato puede parecer irrelevante, pero al hombre llamado a convertirse en batería de The Police ―entre otro puñado de logros nada desdeñables― le gusta pensar que aquellas moquetas orientales tuvieron mucha culpa de su instinto musical. Se trata de una convicción y no de una mera licencia poética, aclara con su verbo siempre tan cordial como vehemente: “Soy el menor de cuatro hermanos y me pasé gateando sobre aquellas alfombras persas los dos primeros años de mi vida. Y un día, ya bien mayor, reparé en su combinación de formas, en esa mezcla de color, geometría, orden y caos. Así es exactamente mi música. Eso es justo lo que tengo en la cabeza”.
La anécdota de las alfombras es solo la primera pincelada de distinción en la vida absolutamente novelesca de Stewart Armstrong Copeland, un muchacho nacido hace 73 julios en Alexandria (Virginia) que a los dos meses de edad emigró a Egipto y luego a Beirut con toda su familia por una cuestión de alto Estado, literalmente: su padre era agente de la CIA. En la capital libanesa recibiría sus primeras lecciones de percusión, de manos de un batería armenio que se encargaba de amenizar musicalmente las noches en un club de estriptis de la ciudad. “Nadie me llegó a enseñar nociones sobre cómo desnudarme, por suerte, pero aquel hombre era brillante. Siempre se lo agradeceré”, sentencia un Copeland siempre muy asertivo en un reservado del hotel Pedro I, en Huesca, que esta tarde de sábado es un hervidero. Aunque la expectación no proviene de la presencia de uno de los mejores baterías en la historia del rock (el segundo, después de Keith Moon, de The Who, según una encuesta de la revista británica Q), sino de otro tipo de deidades contemporáneas: las futbolistas del primer equipo femenino del Barça, que horas después conquistarían la Copa de la Reina frente al Atlético de Madrid.
En realidad, al septuagenario que nos contempla con gesto vivaz nunca parecieron importarle en demasía los oropeles de la fama, quizá por el componente pragmático de quien ha tenido que sacar adelante una prole de ¡siete hijos! (“a los que por ahora debemos sumar cuatro nietos y cuatro mascotas”, apostilla). Pero cuando hace un par de años un joven y para él ignoto realizador aragonés le propuso elaborar un documental biográfico, decidió dar su visto bueno “como una concesión a la vanidad”. El resultado, Copeland, lleva la rúbrica de Pablo Aragüés (Zaragoza, 1982), figura ya en la lista corta de títulos preseleccionados para la próxima edición de Sundance y vivió este fin de semana su estreno absoluto dentro del Festival Internacional de Cine de Huesca, que dirime su edición número 53.

Aragüés, otro culo inquieto que alterna cortos, videoclips, publicidad y largometrajes (Novatos, Para entrar a vivir), y que ya a los 12 años andaba haciendo diabluras con una cámara de Súper 8, se enamoró para siempre de la figura de Copeland el día que cayó en sus manos un ejemplar de Outlandos d’amour (1978), el álbum inaugural de The Police, y escuchó esa batería seca, urgente y alborotada que levanta el telón en Next to You, el primer corte de la cara A. “La vida de Stewart es tan fascinante que me planteé el largometraje como un solo de batería cinematográfico”, argumenta. “Por eso, en lugar de acumular docenas de testimonios, es el propio protagonista quien va desgranando sus principales episodios biográficos con ese verbo tan ameno y tan pasional”.
De esta manera vamos desentrañando facetas con las que no todos los melómanos estarán tan familiarizados como con aquella celebradísima alianza de “tres cabezas rubias” que hasta 1984 mantuvo junto a Sting y Andy Summers. ¿Sabían que quien se dice “mero aporreador de objetos inanimados” está completando estas semanas su octava ópera, lleva más de 20 años reinventando tarantelas tradicionales del sur de Italia desde su domicilio en la comarca de Salento, ha sido o es integrante de las superbandas Animal Logic, Oysterhead y Gizmodrome y presume de que la mejor partitura jamás creada por él es la música que entre 1998 y 2002 desarrolló incesantemente para Spyro, the Dragon, el videojuego de Playstation?
Pues no lo han oído todo, porque aún nos falta dar cuenta de su extraordinaria faceta como compositor de bandas sonoras o, por prosaico que parezca, su larga nómina de jingles publicitarios. “¡Amigo, había muchas bocas que alimentar y aquello daba dinero!”, exclama espontáneamente, sorprendido de que esa faceta a priori menos glamurosa también haya acabado trascendiendo. “Los anuncios son un arte dificilísimo”, avisa, “porque en apenas 30 o 60 segundos tienen que contar una historia completa en tres actos, con su planteamiento, desarrollo y resolución. Pero la música es la que aporta, más allá de los datos, la información emocional. Y el instinto humano cree antes a su oído que a los ojos. Puedes contratar al mismísimo Tom Cruise para que protagonice el spot; como la música genere mal rollo, tu producto fracasará”.
Lo curioso es que este caballero que a los veintitantos concibió y desarrolló una de las bandas de post-punk y new wave más exitosas de todos los tiempos se ha convertido con los años en un estudioso de sabiduría abrumadora en el ámbito de la musicología y hasta de la antropología. En el documental se hace cierto hincapié en The Rhythmatist (1985), el álbum para el que Stewart exploró el corazón de África, desde Kinsasa hasta Nairobi, “en busca de las raíces de la música estadounidense”. Le enorgullece pensar que ese trabajo llegó un año antes de Graceland, el álbum de Paul Simon que suele considerarse (erróneamente) pionero en las exploraciones africanas de artistas occidentales. Pero hoy, 40 años más tarde, tiene algo que comunicarnos: tanto Simon como él mismo se confundieron de cabo a rabo con sus indagaciones.
“No podíamos encontrar en África la raíz de la música yanqui porque su elemento decisivo, los contratiempos rítmicos, lo descubrieron los antiguos esclavos negros ya en suelo estadounidense”, anuncia con un gesto triunfal. Y alude a Dee Dee Chandler, un batería en el Nueva Orleáns de finales del siglo XIX, como el hombre que debería “gozar de consideración de héroe nacional”, aunque solo los más eruditos habrán escuchado su nombre en alguna ocasión. “Dee Dee fue quien inventó el pedal para el bombo, exactamente en 1898, y eso supuso una auténtica revolución”, enfatiza. “Era un solo hombre haciendo tres cosas a la vez, algo increíble. La música se convirtió desde ese momento en el elemento cultural más distintivo de mi país, por encima de la literatura o el cine de Hollywood. Ustedes tienen a Goya en España y los franceses pueden presumir de la mejor gastronomía, pero los estadounidenses hemos encontrado en la música contemporánea nuestro auténtico superpoder”.
Como bien puede barruntarse, las hazañas, glorias, peleas y cuitas en torno a The Police dejaron hace mucho de figurar entre las prioridades en la mente de Copeland, aunque en su pléyade de proyectos en desarrollo figuran un elepé y una gira, Police Deranged for Orchestra, con versiones sinfónicas de los éxitos de la banda y tres cantantes de soul reinventando las celebérrimas melodías de Sting. Pero el grupo que legó para la posteridad Roxanne, Every Breath you Take o Message in a Bottle acapara menos de una tercera parte del metraje en Copeland, donde no llega a sonar ni una sola de sus canciones. “Un motivo para ello era ahorrarnos los derechos, muy cuantiosos para una cinta independiente y autoproducida”, admite Aragüés, “pero Stewart fue el primero en avalar esa decisión como la mejor manera de simbolizar que el documental versaba sobre él, no sobre su banda más famosa”.
A cambio, la película sí incluye pinceladas de la valiosísima colección de vídeos caseros que el propio Copeland fue filmando en Súper 8 entre 1979 y 1983, cincuenta y tantas horas de grabaciones desde el mismo epicentro de la banda. El director zaragozano, que ha visionado y digitalizado ese material en su totalidad, no podía dar crédito. “Hay imágenes de Sting afeitándose en calzoncillos en un hotel, de los tres haciendo el tonto por la calle durante la gira japonesa de 1980, de Andy Summers probándose pelucas o de todos ellos bromeando y peleándose, como buenos veinteañeros, durante sus viajes en tren”.
Para colmo, Miles Copeland, hermano mayor de Stewart, ejercía como representante de la banda y acababa de fundar I.R.S. Records, la discográfica que daría a conocer al mundo a R.E.M, The Go-Go’s, Wall of Voodoo o Fine Young Cannibals, así que el pequeño de la familia podía colarse en casi cualquier foso o camerino de la noche londinense. Las escenas inéditas de conciertos de Bob Marley, AC/DC, The Clash, The Specials o UB40 desde un lateral del escenario bien podían alimentar algún otro documental futuro.
Tanto Stewart Copeland como Pablo Aragüés son conscientes de que los 75 recatados minutos de Copeland no permiten desbrozar con todo detalle el trabajo de este renacentista (y estajanovista) del rock. No hay, por ejemplo, ni una sola alusión a las escasas pero curiosas aportaciones del propio Stewart al repertorio de The Police, algunas tan apreciables como Mrs. Grandenko, On Any Other Day o Bombs Away. “Si solo hubiésemos dispuesto de mis canciones, es obvio que habríamos seguido pasando mucha hambre”, se carcajea su firmante. “Pero tantos años después me siguen gustando. Incluso las he vuelto a grabar por mi cuenta y a mi manera, a pesar de que el gran Dios no me concedió unas buenas cuerdas vocales y el sonido de mi voz es horrible”. Un suspiro y una confidencia: “Ojalá hubiese tenido una voz como la de Sting. Es lo único que de verdad envidio de él”.
El documental tampoco se ceba en las aparatosas colisiones de egos que hicieron descarrilar al trío pese al descomunal éxito de su último álbum, Synchronicity (1983), y que en algunos casos se tradujeron en agresiones físicas. Aragüés argumenta que aquellos episodios “son bien conocidos y están ya muy documentados”, mientras que Copeland apela a la prudente cordialidad que ahora reina entre los tres. “Las propias luchas internas nos llevaron a ser muy buenos”, anota sin rencor, “pero era muy doloroso hacer música solo a partir del drama y de los conflictos. Disolver la banda fue una bendición, porque nos habríamos terminado retorciendo el cuello en cualquier momento”.
El percusionista guarda agradecimiento eterno a Francis Ford Coppola, que en aquel exitoso y trágico 1983 le encomendó la banda sonora de Rumble Fish (en español, La ley de la calle) pese a que por entonces carecía de toda experiencia en el terreno audiovisual. “Fue un acto de fe por su parte que aún hoy me asombra. Me permitió escapar del encasillamiento del rock y descubrir mundos completamente distintos, de la ciencia ficción al terror, las escenas románticas o las medievales”. Y añade, con otra de sus pausas enfáticas: “Por cierto, nunca entendí del todo bien esa peli…, aunque creo que sí pude captar su sentimiento”.

El tiempo acordado para la entrevista se superó hace ya mucho y la proyectada siesta amenaza con reducirse a la condición de quimera, pero la pasión de Stewart Armstrong en el fragor de una conversación musical es muy superior a cualquier atisbo de cansancio. Mientras se documentaba para su nuevo disco, Wild Concerto –que vio la luz esta misma primavera e incluye hienas, pájaros o lobos como “voces invitadas”–, al antiguo batería de The Police le explicaron el hallazgo de una rudimentaria flauta de tres agujeros construida en la era del homo sapiens con un hueso de buitre. Y en aquel momento, como cuando reparó en el significado profundo de las alfombras persas, Copeland sintió que todas las piezas de su imaginario artístico por fin encajaban. “Aquellas flautas permitirían tocar escalas pentatónicas [de cinco notas] y confirieron a los sapiens un vínculo y una fuerza que les permitió expulsar a los neandertales. Todo eso sucedió hace unos 30.000 años, o, lo que es lo mismo, ¡20.000 años antes de que existiera la agricultura!”.
–¿Y qué significa, en último extremo, todo eso?
–Algo muy importante. Significa que la música está en nuestra sangre y regula nuestro funcionamiento corporal: el sexo, el romance, la adrenalina. Por eso los músicos disponen de una magia incomparable. Puede ser muy sexy meterse en la piel de Batman en una gran película, pero es incomparablemente más sexy ser Bruce Springsteen. Y todo ello solo puede implicar una cosa: es obvio que a Dios le encanta la música.
Y en tan ventajosa tesitura, pudiendo hablar de Dios, de sexo y de Springsteen, ¿quién iba a querer retirarse a dormir la siesta?
EL PAÍS